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Ay sí, los químicos

  • 27/02/2015

Mi tía Amalia solía tener un truquito para todo y no me extrañaría que ahora ande enseñándole a esos ángeles en los que creía cómo peinar sus alas. Por ejemplo, cuando veía a alguien hacer frejoles siempre le recomendaba echarles un poco de bicarbonato de sodio para evitar los gases.
No dudo que le funcionara.
Al menos, yo no me recuerdo como un dirigible tamaño infantil luego de probar los suyos.
Lo curioso es que la tía Amalia podía ser una fundamentalista tratándose de los compuestos químicos. Leía más etiquetas de alimentos que libros. Soltaba una mueca de desacuerdo cada vez que alguna amiga describía la receta prescrita por su médico. Y, por supuesto, trataba de consumir vegetales que habían sido fertilizados solo con bosta. Algo tiene mi alma que busca ser fastidiosa con los creyentes absolutos y si algo pudiera decirle hoy a ella, aparte de que la adoro y la extraño, es: ¿qué te parece, querida tía, haberle echado a tus frejoles durante toda tu vida el componente principal que tienen los extintores de fuego dentro de sus tanques rojos?
Es claro que la familiaridad aleja los temores.
Si mi tía hubiera leído de golpe en la etiqueta de su bicarbonato la expresión NaHCO3 de seguro habría sentido un ligero escalofrío. De la misma forma, los agricultores que lanzan úrea a sus cultivos sabiéndola perfectamente “natural” –de hecho es el residuo del metabolismo de las proteínas en los mamíferos–, sentirían dudas si un agrónomo se las prescribiera como CO(NH2)2.
Incluso yo mismo me pondría en guardia si el empaque de los huevos de granja que compro dijera “contienen ácido octadecadienoico” –todo huevo los tiene– o si los plátanos que compro para mi familia tuvieran un sticker anunciando el tocoferol que traen de manera absolutamente natural.
Todo lo que nos rodea es producto de procesos químicos. Las plantas y organismos que nos llevamos a la boca son laboratorios de alcances sorprendentes y lo mismo sucede con nuestro cuerpo. Puedo entender que la falta de profundidad en el conocimiento –algo tan afín a todo ser humano– pueda generar recelos en el campo químico, pero una cosa es la ignorancia por defecto y otra es la ignorancia por militancia. En las últimas semanas han llegado noticias de un brote de sarampión en Estados Unidos debido a que existe un movimiento de padres que se niegan a vacunar a sus hijos arguyendo miedos específicos que, evidentemente, no han sido contrastados con las estadísticas del impresionante impacto de las vacunas en la erradicación de las enfermedades que fueron flagelos del siglo 20. Esos padres, es obvio, aman a sus hijos pero también se aferran a una noción simplista y sin contraste objetivo que, paradójicamente, los pone en peligro. En un universo moldeado por procesos químicos ¿dónde empieza lo natural y dónde lo artificial? Y además: ¿cuándo lo artificial se convierte en artificio? Cada quien debe responderse estas preguntas investigando, contrastando fuentes serias y llegando a conclusiones alejadas de los extremos cegadores, espero. Yo, por mi lado, termino de escribir este artículo en la habitación de una clínica. Mi hija descansa con una vía intravenosa conectada a su brazo y pronto le darán de alta. Por el pasillo veo pasar a un señor de ochenta o tal vez más años. Camina gracias a una prótesis de Kevlar –poliparafenileno tereftalamida– mientras mis dedos húmedos dejan en el teclado minúsculos rastros de cloro, sodio y ácido urocánico.

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